“La relación entre el dinero y la política se ha convertido en uno de los grandes problemas del gobierno democrático”. Con esa frase abrió James Kerr Pollock su volumen pionero sobre las prácticas de financiamiento político en Gran Bretaña, Alemania y Francia, publicado en 1932. Tal aseveración, así como su llamado a la opinión pública a entender que “una vida política saludable no es posible en tanto el uso del dinero permanezca sin controles”, son más veraces en la actualidad que en el propio tiempo de Pollock.1 La expansión de la democracia, la creciente complejidad de los procesos electorales y la conciencia de los riesgos que la corrupción supone para la viabilidad de los sistemas democráticos, han situado el financiamiento de los partidos y de las elecciones en el centro de la agenda política tanto en América Latina como a nivel mundial. En efecto, el tema ha adquirido un perfil global y urgente.2 En ese interés subyace un hecho ineludible: la democracia no tiene precio, pero sí un costo de funcionamiento. En otras palabras, el uso de recursos económicos es un elemento indispensable para la competencia político-electoral democrática. Más que una patología de la democracia –como frecuentemente se lo presenta en la discusión pública–, el financiamiento político (cuando está bien regulado) es parte de su normalidad y su salud. Es innegable, sin embargo, que el dinero introduce distorsiones importantes en el proceso democrático. En primer lugar, porque su distribución desigual incide en las posibilidades reales que tienen los partidos y candidatos para llevar su mensaje a los votantes. En segundo lugar, su posesión confiere a los individuos y a los grupos sociales una posibilidad diferenciada de participar
1 James K. Pollock, Money and Politics Abroad, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1932, p.328. 2 Tras haber estado prácticamente ausente de la agenda político-electoral regional al inicio de la transición democrática, el financiamiento político (por su condición de reforma de la segunda generación) ha venido recibiendo creciente y continua atención no sólo a escala nacional (donde se registra un intenso proceso de reformas), sino también en el marco de conferencias especilizadas de expertos en la materia (México, 2001 y Atlanta 2003), así como por los jefes de Estado del hemisferio (cumbre de Quebec y Carta Democrática Interamericana, 2001), los jefes de Estado del Grupo de Río (reunión en Cuzco, Perú, 2003), al igual que por parte de los partidos políticos, en el marco de las reuniones del Foro Interamericano de Partidos Políticos (Miami, 2001, Vancouver, 2002, Cartagena de Indias, 2003). La importancia creciente del tema se ha visto reflejada asimismo en la cantidad y calidad de investigaciones comparadas y estudios nacionales, sobre todo en las últimas dos décadas. en las elecciones y, a través de sus contribuciones, ejerce su influencia tanto en candidatos como en partidos. Este hecho resulta de importancia crucial para la democracia. Cuando el poder político es simplemente un espejo del poder económico, el principio de una persona en voto pierde su significado y la democracia deja de ser, en palabras de Elmer Schattscheneider, un “sistema de poder alternativo, capaz de compensar el poder económico”.3 En tercer lugar, los procesos de recaudación de fondos ofrecen oportunidades indiscutibles para la articulación de intercambios de favores entre los donantes privados y los tomadores de decisiones públicas o, cuando menos, para la continua aparición de conflictos de intereses. Así pues, si su utilización no es regulada, o es mal regulada, el dinero puede amenazar la legitimidad de los procesos y las prácticas democráticas, así como la
3 Elmer E. Schattschneider, The Semi-Sovereign People: A Realist’s View of Democracy in America, Harcourt Brace Jovanovich College Publischers, Fort Worth (TX), 1975, p.119 [Holt, Rinehart and Winston, Nueva York, 1960].
percepción de los ciudadanos de que las elecciones y los gobiernos democráticos reflejan de manera muy parcial sus demandas e intereses. La lapidaria frase del político estadounidense Jesse “Big Daddy” Unruh “el dinero es la leche materna de la política”, cuenta sólo una parte de la verdad. Esa leche contiene componentes de toxicidad que hace falta eliminar o al menos controlar; pues de lo contrario destruyen el sistema democrático. Estas preocupaciones son particularmente pertinentes en América Latina, región que presenta asombrosas cifras de desigualdad en la distribución de recursos económicos, inequidades que inevitablemente crean sesgos en los procesos democráticos, y donde la presencia del crimen organizado –en particular el narcotráfico– moviliza miles de millones de dólares al año y, por ello, es capaz de corromper y subvertir las instituciones democráticas. Regular adecuadamente el financiamiento político es, por lo tanto, de vital importancia para la preservación de la democracia. Los sistemas políticos de la región, en general, lo han entendido así, como lo sugiere la profusión de iniciativas regulatorias intentadas en las últimas décadas. Por más que sus resultados hayan sido a menudo decepcionantes, esa proliferación de esfuerzos constituye un signo de desarrollo democrático mucho más consolidado que en otras regiones. En este trabajo se ofrece un análisis comparado de los sistemas de financiamiento de los partidos políticos y las campañas electorales en 18 países de América Latina. Para efectos conceptuales, el financiamiento se entiende como la política de ingresos y egresos de los partidos políticos, tanto para sus actividades electorales como permanentes. Los temas relevantes en torno al empleo de dinero en la política que aquí se abordan no se agotan en las vías para inyectar recursos a los partidos, sino que abarcan el espectro de los mecanismos de fiscalización del gasto y una gama de blindajes y prohibiciones al tipo de recursos que pueden acceder al sistema político. El análisis se construye a partir de una evaluación de las tendencias predominantes en la región, tomando como principios rectores el fortalecimiento de sistemas plurales de partidos y de condiciones equitativas de competencia electoral. Sobre esta base, se exponen los distintos regímenes de financiamiento vigentes, se consideran sus principales ventajas y desventajas y se formulan un conjunto de objetivos generales y recomendaciones –no prescriptivas– que podrían ser útiles en todo proceso de reforma en la materia. Se trata, cabe decirlo, de un tema de plena actualidad y de relevancia medular en la institucionalización de los sistemas partidarios y, por tanto, de las democracias latinoamericanas. ¿Por qué y para qué regular? En los procesos de reforma político-electoral que se han desarrollado en América Latina en las últimas décadas, destacan las reformas referidas a los sistemas de financiamiento político. Como sostiene convincentemente Adam Przeworski: “Calidad democrática es evitar que el dinero controle a
la política”.4 En las sociedades contemporáneas, los partidos y las contiendas por el poder exigen cantidades considerables de recursos para mantenerse, desarrollarse y afianzarse. Como cualquier otra organización, los partidos requieren recursos para financiar su vida permanente, costear su operación y, muy particularmente, para ingresar y competir en la contienda electoral. Sin embargo, los esquemas de financiamiento varían considerablemente en el tiempo y el espacio, y sus características específicas tienen repercusiones distintas. Se trata de un tema medular de la política de un país, cuyos efectos se reflejan y propagan a múltiples ámbitos de la vida democrática. La variación en las reglas que regulan el financiamiento y la importancia que se les concede en los debates y propuestas de reforma política no es casual: se trata de componentes esenciales para garantizar la existencia misma de los partidos y su institucionalización y, al mismo tiempo, preservar condiciones razonables para la competencia electoral. Más aun, la forma en que se proveen los recursos puede influir en la naturaleza de los vínculos que se construyen entre los representantes y la sociedad. La historia y la experiencia comparada muestran que la relación entre dinero y política constituye una materia clave para la calidad y estabilidad de la democracia. Giovanni Sartori subraya que “más que ningún otro factor […] es la competencia entre partidos con recursos equilibrados (políticos, humanos, económicos) lo que genera democracia.5 Más allá de un asunto estrictamente monetario, el régimen de financiamiento ofrece un poder estructurador sobre las características que definen al sistema democrático. En primer lugar, se relaciona con el mantenimiento de la pluralidad política representada en las instituciones democráticas y con el grado de apertura del sistema político a nuevas opciones. El sostenimiento e institucionalización de los partidos existentes, asi como el ingreso y consolidación de nuevos partidos al escenario político, están atados a la existencia de mecanismos de abastecimiento de recursos que les permitan desarrollar sus actividades ordinarias, impulsar sus campañas electorales, diseminar información, alentar la participación ciudadana y persuadir a los electores. Además de esa función primordial, los esquemas de financiamiento desempeñan un papel preponderante en el establecimiento de un campo de juego equilibrado para la competencia. Sin duda, un principio rector del marco jurídico de financiamiento debe residir en la salvaguarda y fortalecimiento de la equidad en las contiendas, de modo que el dinero no otorgue ventajas ilegítimas a ninguno de los actores. Y no menos importante: la regulación sobre la procedencia de los recursos de los partidos altera los vínculos que establecen los políticos y los partidos en los grupos económicos. La influencia en las elecciones de los grupos de interés y los sectores acaudalados puede variar en distintas regulaciones, por lo que el tema de financiamiento ocupa un lugar central en la autonomía del poder político ante el poder económico. El tema de las finanzas de los partidos en la política latinoamericana adquiere aun mayor relevancia por su íntima conexión con las crisis de credibilidad de los mismos y el desencanto con el sistema democrático por el que atraviesa, en distintos grados, buena parte de los países de la región. Los recurrentes escándalos de corrupción, la intervención de fuentes ilegales en el financiamiento y el uso de vastos recursos para el mantenimiento de los sistemas de competencia, forman parte de las causas que explican la situación actual de
4 Adam Przeworski, Democracia y mercado, Cambridge University Press, Madrid, 1995. 5 Giovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos, Alianza Editorial, Madrid, 2000.
los partidos políticos. Por estas razones, otro aspecto importante que debemos considerar en la evaluación de mecanismos alternativos de financiamiento es asegurar un mínimo de razonabilidad en el uso de los recursos públicos destinados a costear actividades político-electorales. Esto es particularmente relevante dada la severa crisis fiscal que afecta a la mayoría de los países latinoamericanos y las necesidades presupuestales en otras áreas prioritarias. Un recuento de las principales manifestaciones vinculadas a la relación entre financiamiento político y corrupción en América Latina, permite identificar las siguientes:
• Recepción de contribuciones que contravienen las regulaciones existentes;
• Uso para fines partidarios o electorales de dinero procedente de actividades corruptas;
• Uso indebido de recursos del Estado con fines político-partidarios o proselitismo, incluidos el desvió de servicios y el tiempo de los funcionarios públicos;
• Cohecho: pagos a funcionarios por parte de contratistas del Estado en retribución por favores recibidos;
• Cohecho anticipado: la aceptación de dinero procedente de personas o empresas a cambio de promesas y/o favores ilícitos, en caso de acceder a puestos públicos;
• Aceptación de contribuciones de fuentes cuestionables; • Participación y favorecimiento de negocios ilícitos (narcotráfico, armas, juego, prostitución, etc.),
• Utilización de dinero con fines prohibidos, por ejemplo, la “compra de votos”.
Los efectos negativos de la corrupción política para el sistema democrático han sido claramente señalados, entre otros expertos, por Jorge Malem.6 Según este autor, la corrupción socava la regla de la mayoría propia de la democracia, corroe los fundamentos de la moderna teoría de la presentación que se sitúa en la base del ideal democrático, afecta al principio de la publicidad y de transparencia, empobrece la calidad de la democracia y provoca, además, una serie de ilícitos en cascada.
Cabe insistir, sin embargo, que estos males no son exclusivos de nuestra región ni de los países en vías de desarrollo. Se trata, por el contrario, de un fenómeno de carácter global, pero que adquiere mayor relevancia en las democracias latinoamericanas aún en proceso de consolidación y en las que la falta de transparencia y rendición de cuentas abre un ancho margen a la discrecionalidad y a la violación de la ley. En el siguiente apartado, se ahonda en los principales riesgos inherentes al financiamiento político en la región.
Uno de los mayores peligros en la región es la posibilidad de que el narcotráfico penetre las instancias políticas para comprar impunidad mediante el financiamiento de campañas. No es ésta, en absoluto, una posibilidad teórica. Los casos de las campañas de los ex presidentes Jaime Paz Zamora, en Bolivia; Ernesto Samper, en Colombia y Ernesto Pérez Balladares, en Panamá, constituyen apenas algunos de los ejemplos más notables de penetración del narcotráfico en las campañas políticas que registra la región,8 la parte más sensible de un fenómeno mucho más extendido que presenta particulares riesgos en países como Brasil, Colombia, México y en varios de América Central, en los que las grandes campañas nacionales se complementan con una vigorosa actividad electoral a nivel sudnacional.9 Si bien el narcotráfico plantea riesgos de particularidad intensidad para los procesos políticos, no es el único peligro. Otros ejemplos de la enorme gama de modalidades que ha supuesto la utilización de fuentes de financiamiento cuestionables en las campañas del sudcontinente son, entre otras: la financiación en Colombia de campañas de alcaldes y diputados por parte de organizaciones paramilitares en la última década; la vasta operación de financiamiento ilegal puesta en movimiento por el ex presidente Fernando Collor de Mello, en Brasil; la desviación ilegal de fondos de la empresa petrolera estatal Pemex a la campaña del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en el 2000 en México , y el envío secreto de 800 mil dólares en una maleta procedente de Venezuela a la campaña de la presidenta Cristina Fernández, de Argentina (2011). Como se referirá más adelante, los casos de financiamiento público ilícito, a través de cuentas confidenciales y partidas encubiertas, han generado numerosas crisis políticas y colocado a varios presidentes en situaciones límite, entre ellos, a Fernando Collor de Mello, en Brasil; a Carlos Andrés Pérez, en Venezuela; a Jamil Mahuad, en Ecuador; Ernesto Samper, en Colombia; a Arnoldo Alemán, en Nicaragua, y Alfonso Portillo, en Guatemala. Cabe señalar, en el mismo sentido, el riesgo de que los procesos de descentralización emprendidos en casi toda la región faciliten la captación de las instituciones por parte del crimen organizado, habida cuenta del costo generalmente limitado de las campanas locales. Otro elemento que debe tomarse en cuenta es el sistema electoral de voto preferente, que aumenta el gasto de las campañas e incrementa la personalización de la política, a la vez que hace más difícil controlar el gasto electoral al interior de los partidos.
Aun en los casos en que los recursos para la actividad partidaria y electoral no provengan de fuentes cuestionables ni sean obtenidos por vías ilegales, es claro que las contribuciones privadas pueden 8 Cfr. René Antonio Mayorga, “El financiamiento de los partidos políticos en Bolivia”, en Pilar del Castillo y Daniel Zovatto G. La financiación de la política en Iberoamérica, San José, Costa Rica, 1998, p. 35; David C. Jordan, Mauricio Vargas, Jorge Lesmes y Edgar Téllez, El presidente que se iba a caer, planeta, Bogota, 1996; Kevin Casas Zamora, “Financiamiento de campañas en Centroamérica y panamá”, Cuadernos de CAPEL, Núm. 48 (IIDH-CAPEL, San José, Costa Rica, 2003), p. 46; The economist: “Drugs are Back” (25 de mayo de 1996a y “Well I Never, Says the president” (29 de junio de 1996). 9 Por ejemplo, en los meses previos a las elecciones legislativas de 2009, en México hubo al menos dos casos de precandidatos legislativos (uno en el Estado de Chihuahua y otro en el Estado de México) que fueron ligados al crimen organizado por informes de prensa. Cfr. “Héctor Murguía: los narcos en casa”, El Universal, México, 27 de marzo de 2009; “Registran candidatura de Héctor Murguía: los narcos en casa”, El Universal, México, 27 de marzo de 2009; “Registran Candidatura de Héctor Murguía”, El Diario, Ciudad Juárez (México), 23 abril de 2009.
comprometer el interés publico y, en casos extremos, “privatizar” la toma de decisiones por parte de los funcionarios públicos. Eso dependerá, entre otros factores, de la cuantía de las contribuciones, de la transparencia con que se manejen y del grado de discrecionalidad con que operen los tomadores de decisión. En palabras utilizadas por la célebre sentencia de Buckley vs. Valeo en el contexto estadunidense, las contribuciones privadas no solo pueden afectar los procesos democráticos por los intercambios corruptos a los que efectivamente den lugar, sino también por la apariencia de corrupción que con frecuencia generan. La actual crisis política que vive Brasil, consecuencia del escándalo denominado “Petrolao” (que involucra a grandes empresas públicas –Petrobras– y privadas, entre ellas las principales constructoras brasileras, y a numerosos políticos –muchos de ellos de muy alto rango y pertenecientes a diversas fuerzas políticas) es un claro ejemplo de esta patología. Crisis similares aquejan a países tales como Guatemala10 y Chile, entre otros.
Aunque resultaría necio sostener que la posesión de recursos económicos por parte de cantidatos y partidos es capaz de determinar por sí misma los resultados electorales, es claro que puede crear significativas barreras de entradas al proceso electoral para ciertos grupos. Asimismo, la distribución de recursos groseramente desigual puede dar una apariencia de inequidad capaz de afectar la legitimidad de resultados electorales. Aún más serios son los casos en que las inequidades económicas se convinan con otro factor distorsionante: el uso de los recursos del Estado para favorecer al partido o al candidato oficial. Ello puede ir desde lo más sutil y difícilmente detectable –como la asignación de publicidad estatal en medios de comunicación como forma de presionar el comportamiento periodístico– hasta formas mucho más obvias y generalmente prohibidas por la ley. Aunque en casi toda la región el tema forma parte habitual del prontuario de alegatos de los partidos de oposición, los casos de las eleciones presidenciales en Argentina, Ecuador, Nicaragua, República Dominicana y Venezuela, con énfasis especial en los casos de reelecciones presidenciales, pueden mencionarse como ejemplo en los que prima facie las acusaciones no han estado desprovistas de mérito. Nada de esto es bueno para la democracia. Sin embargo, algunos de los casos citados contienen una abvertencia fundamental: las disparidades detectadas obstaculizan, más no impiden, el triunfo de las fuerzas políticas que compiten en situaciones de clara desventaja. Cabe distinguir, empero, que el tema de la distribución de recursos económicos es distinto al del costo de las campañas electorales, con el que frecuentemente se lo asocia. Este punto puede ser decisivo en algunos contextos. La experiencia de Mexico, donde la reforma electoral de 1997 favoreció el acceso de los partidos de oposición a un subsidio estatal excepcionalmente generoso, es un recordatorio de que una distribución más equitativa de los recursos puede tener efectos considerables en la calidad de la competencia democrática.
La experiencia mexicana sugiere algo más: en un contexto en el que los partidos de oposición deben compartir con un partido sólidamente consolidado en todas las estructuras del poder, la alternabilidad puede depender presisamente de la capacidad de la oposición para gastar mucho dinero. El costo cada vez mayor de las contiendas electorales no es, por sí mismo, un signo de patología democrática. En cambio, la mala distribución de recursos económicos entre contendientes electorales casi siempre lo es.
Una democracia funcional requiere un sistema de partidos estable, no demasiado fragmentado ni polarizado y caracterizado por dinámicas centrípetas y no centrífugas. Asimismo, requiere partidos sólidos, capaces de alimentar continuamente el proceso político y de ser algo más que maquinarias electorales. Ambos requerimientos son de particular importancia en los regímenes presidenciales que prevalecen en la región, que muestra una gran propensión a experimentar conflictos entre poderes cuando coexisten con sistemas con partidos políticos altamente fragmentados.
Si bien el financiamiento político no determina la volatilidad, el formato o la polarización del sistema de partidos, además de su regulación, es capaz de crear incentivos que afectan marginalmente su institucionalización, democracia interna, niveles de transparencia y comportamiento. De manera más directa, las reglas de financiamiento –y en particular el monto y el método de desembolso elegido para los subsidios estatales, donde éstos existen– pueden incidir decisivamente en la institucionalización de los partidos y en su consolidación como agrupaciones con vida permanente. Es importante, también, que las reglas de financiamiento político no creen barreras excesivas a la participación electoral. Sin embargo, resulta por lo menos tan importante que tiendan a favorecer –así sea marginalmente– la consolidación de los partidos y cierta estabilidad del sistema de partido.
Una regulación deficiente del financiamiento político puede ser tan negativa como la ausencia completa de normas en la materia. Ello, porque todo esfuerzo regulatorio tiende a crear las expectativas de que nuevas normas serán capaces, al menos, de moderar los peores abusos en esta materia. Las reformas fallidas dejan un sedimento de desilusión y cinismo que se convierte en una barrera para nuevos intentos de regulación. Ahora bien, la efectividad de estos marcos regulatorios sigue siendo bastante incierta, incertidumbre que se debe en buena medida a su elevada heterogeneidad, lo que dificulta el surgimiento de resultados concretos y de buenas prácticas (acerca de lo que funciona y lo que no funciona) en los diferentes países.
Como hemos analizado más arriba, la relación entre el dinero y la política se ha convertido en uno de los grandes problemas de los gobiernos democráticos, por lo que no es posible una vida política saludable en tanto el uso del dinero carezca de controles efectivos. De 1978 a la fecha, la expansión de la democracia, la creciente complejidad de los procesos electorales y la conciencia de los riesgos que la corrupción y la penetración del narco dinero y el crimen organizado suponen para la viabilidad de los sistemas democráticos, han situado al financiamiento de la actividad política en el centro de la discusión pública en América Latina. De ahí que, lejos de ser un tema aislado, el financiamiento de la política recorre actualmente la columna vertebral de los sistemas democráticos de la región. En efecto, más allá de la evidente dimensión económica involucrada –que obliga a mantener límites razonables al gasto electoral y a hacer un uso racional de los recursos–, sus consecuencias e implicaciones se extienden a otros ámbitos de la competencia democrática y del ejercicio del poder: la autonomía del poder político respecto del poder económico y los grupos de interés; el ingreso de dinero proveniente del crimen organizado y de los carteles de la droga a la política; la equidad en las condiciones de competencia –incluido el acceso a los medios de comunicación, sobre todo a la televisión–; las oportunidades para nuevos partidos y fuerzas politicas; el grado en que la diversidad política encuentra un cauce en el sistema partidario, y la cercanía entre partidos y candidatos y los electores. Todos ellos se encuentran en conexión directa con la forma en que se financia a los partidos y se mantiene en funcionamiento el sistema electoral. Para decirlo de manera directa: aunque la democracia como método no tiene precio, sí tiene un costo de financiamiento que hay que solventar; el uso de recursos económicos es un elemento imprescindible para la competencia democrática. Más que una patología de la democracia –como frecuentemente se la presenta en la discusión pública–, el financiamiento político es parte de la normalidad y la salud de la democracia. Es innegable, sin embargo, que el dinero es capaz de introducir distorsiones significativas en el proceso democrático. Como bien apunta Woldenberg “No hay política sin dinero, pero el dinero desbordado puede erosionar la política democrática”11. De ahí la importancia de que, en vez de demonizar el dinero (“la leche materna” de la política),12 se establezca un marco regulatorio que garantice niveles adecuados de transparencia y equidad, todo ello acompañado de órganos de control y un régimen de sanciones que permitan al sistema democrático controlar el dinero, y no a la inversa. En resumen: el financiamiento de los partidos políticos y de las campañas electorales es un tema complejo, controvertido e irresuelto, para el cual no existen panaceas ni fórmulas mágicas, y cuyo perfeccionamiento se alcanza por aproximaciones graduales y sucesivas más que por amplias y muy ambiciosas iniciativas de reforma. Durante las últimas tres décadas y media se han logrado avances importantes en esta materia, si bien con importantes variaciones entre los distintos países. Después de haber estado prácticamente ausente en la agenda política regional –durante los primeros años de La tercera ola–, el financiamiento de la política ha venido ocupando un lugar cada vez más central en la agenda política latinoamericana, dando lugar a numerosas e importantes reformas, constituyéndose de este modo en un asunto no sólo técnico sino esencialmente político, que es fundamental para la calidad y el buen funcionamiento de la democracia. Como señalamos anteriormente, y reiteramos ahora, un buen sistema de financiamiento debe garantizar una competencia política abierta, libre y equitativa; niveles adecuados de transparencia–sobre el origen y destino de los recursos–, y contribuir a fortalecer la confianza pública en los partidos, la política y la democracia. En este sentido, un sistema mixto –dotado de recursos adecuados, públicos y privados– con divulgación y transparencia plena, todo ello seguido de un órgano de control competente y autónomo, y respaldado por un régimen eficaz de sanciones, son requisitos esenciales para el éxito de una reforma en esta materia.
11 José Woldenberg “Prólogo”, en Kevin Casas y Daniel Zovatto, El costo de la democracia: ensayos sobre el financiamiento político en América Latina, IIJ-UNAM, OEA e IDEA Internacional, México. 12 Ibídem, “Para llegar a tiempo. Apuntes sobre la regulación del financiamiento político en América Latina”, Nueva Sociedad, núm.225 (fundación Friedrich Ebert, Nueva York, 2010) pp.49-67.