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Escapar de una prisión llamada pobreza

Largarse. Irse. Sacar pie de este país. A diario y en muchos idiomas escuchamos este tipo de expresiones. Si pudiera coserme dos alas para salir volando y dejar que los pendejos se pudran en este moridero de pobres. En República Dominicana, en Haití, en Nicaragua, en El Salvador, en Honduras, en Guatemala, en México. En Somalia, en Nigeria, en Siria, en Irak, en Afganistán, en Marruecos, en India, China, Bangladesh, en Birmania, en Corea del Norte. Los pobres, los desplazados por la guerra, las víctimas del cambio climático. Los perseguidos por razones religiosas, políticas. Los amenazados por la violencia. Todos esos seres humanos sueñan, despiertos y dormidos, con emigrar, con buscar una alternativa a su trance.

El hombre es un animal trashumante. Siempre fue y vino, aunque Jean Bonet no lo supiera; hasta que en algún momento empezó a estacionarse en algún territorio con los recursos suficientes para sobrevivir; pero siempre fue y vino. Y Jean Bonet no estaba al tanto de nada de aquello.
Desde el principio de los tiempos el hombre no salía de vacaciones para ver obras de arte o a escuchar un concierto o a mirar monumentos. Partía de su tierra detrás de lo básico, de lo mínimo, de una fruta, de un pedazo de carne o un pez. A veces lo hacía con su entorno familiar más cercano, otras veces lo hacía solo. Jean Bonet sería la avanzada de su ejército.

El hombre atravesaba mares, sufría tempestades, era devorado por pestes y atacado por animales salvajes. Pero nadie lo detenía en su intento de encontrar un lugar donde echar raíces, multiplicarse y, en cierta medida, acumular lo que pudiese. Esos peligros eran inexistentes para Jean Bonet.
Luego vinieron las ciudades, los estados, los reinos, los imperios y lo jodieron todo. Se crearon leyes, fronteras, y así empezó a crearse el concepto del otro, del extranjero, de advenedizo. De todas maneras, el animal siguió explorando, migrando.

Como lo hacen los elefantes, los ñus, los búfalos, las aves migratorias, las ballenas que emigran hasta las aguas cálidas para aparearse. Salen los hombres de sus guetos, las culebras de sus reductos, las ratas de sus covachas, y nadie nunca podrá luchar contra eso. Ni Trump y sus muros podrán detener a quien a veces encuentra la muerte en busca de mejor vida. Y en el caso de los mexicanos, muchos defecarán en el lado criollo del muro de Trump y luego lo saltarán.

Otros convertirían sus paredes en murales para burlarse de las locuras de un Imbécil que ha querido convertir el mundo en un gran circo dirigido por el Gran Payaso. Allí pintarán la santa muerte, a los caídos en las guerras del narco. Y harán túneles y no harán caso de vociferaciones
antiinmigrantes.

 

El tema migratorio en nuestro país es muy complejo, pues nuestra independencia se concretó luchando contra la ocupación de los haitianos.

 

República Dominicana: nación de inmigrantes y emigrantes

 

La pobreza es una prisión. En República Dominicana siempre ha habido una gran población prisionera. Y ya lo dicen las estadísticas, los estudios, las encuestas: más del 60% de la población dominicana emigraría si tuviera la oportunidad de hacerlo. Se iría a Estados Unidos, España, Francia, Bélgica, Canadá. Y pocos se irían a Haití, país al que para llegar bastaría con coger una guagua y llegar a la frontera o una garrocha y dar un salto. Hasta sin acta de nacimiento.

En mi infancia recuerdo que la migración me robó a muchos de los amigos con los que maroteaba, panqueaba en el río Los Cacaos, mataba pájaros con tirapiedras, jugaba velluga, al pañuelo, saqueaba las matas de limoncillos del vecindario y azolaba todo cuadrúpedo femenino que se dejara seducir.

El primer inmigrante de la zona, de acuerdo a mis recuerdos, y los recuerdos son fechas irrebatibles, fue Manelio Grullón. Soy de una temblorosa zona geográfica donde convergen las provincias de La Vega, Espaillat y Santiago. Esta zona tiene la peculiaridad de que tus mejores vecinos viven en La Vega mientras tú vives en Espaillat, pero que dando un grito, incluso no muy estridente, te oyen, ven tus señales. Por ejemplo, El Caimito afuera, que pertenece a La Vega, está separado por una carreterita de Ortega, Moca. Y si usted orina en el puente que separa a Ortega y El Caimito, los orines pueden perfectamente caer en Puñal, Santiago. De esa zona emigró la mayor parte de mis coetáneos.

Manelio emigró en los sesenta y cada vez que se reunía en la casa de su padre, don Mamaro Grullón, mostraba, entre el orgullo y el rencor, el dedo que le había sido cercenado por una máquina en una factoría. Y cada cierto tiempo venía a ver a su familia, muy numerosa, y llegaba con maletas atiborradas de ropas y juguetes. De repente, los hijos de Manelio empezaron a distinguirse de los demás porque tenían varias camisas, tenis y juguetes inasequibles para el resto. Y en poco tiempo toda la familia emigró a New York y solo se quedó en la casa el viejo perro Capitán, que pronto murió de soledad.

Luego, los hijos de Manelio vinieron y se casaron con las muchachas más guapas. Y sus hermanas cargaron con sus antiguos novios y los depositaron en New York. Era una época en que Estados Unidos necesitaba inmigrantes para explotar y no había que cumplir con muchos requisitos para obtener la residencia. Y, a pesar de la explotación, la gente vivía en mejores condiciones que la que había dejado en el país.

Unos años después de las migraciones familiares de la zona, los campos aledaños empezaron a cambiar de rostro. Las antiguas casitas de madera, cobijadas de cana y con piso de tierra, fueron sustituidas por casas de bloques de cemento, con techos de zinc. Algunas incluso tenían techos de concreto.

Y así también llegaron los primeros automóviles a la zona. Y la envidia. Desde entonces nació en los que nos quedamos con la necesidad, el deseo, el sueño de largarnos. Había muchas ventajas en quienes sí podían irse a Nueva York. Los demás nos quedábamos para recoger por centavos las cosechas de tabaco, maní, frijoles, batata y café. Y para llevar las vacas a beber al río. Y para hacerles los
mandados a las familias que ya habían emigrado.

Leonarda

Hablaré de una mujer para que ella me represente a todas las mujeres del mundo que han tenido que salir de su prisión en busca de la libertad. Y de un hombre al que conocí y luego supe su dramático final.

Leonarda tenía 19 años y mucha hambre en las costillas cuando alguien la ayudó a conseguir los recursos que le permitirían cruzar la frontera de Estados Unidos vía centroamérica, vía México. Había crecido en una familia de diez miembros, donde vivió en el hacinamiento, durmiendo en el mismo cuarto con sus nueve hermanos, cuatro varones y cinco hembras, en apenas dos camas de mala calidad, con soportes de alambres que le rompían las costillas. Llegó hasta sexto curso casi de milagro. Su padre decía que las hembras no debían asistir a la escuela porque solo iban a enamorarse. Además, nunca había dinero para ropa, zapatos y útiles escolares. Y, peor aún, cuando regresara de la escuela no encontraría, casi con certeza, nada que comer.

Me contó que su travesía hacia Estados Unidos fue diabólica: acoso, intento de violación, chantaje, hambre, frío. Pero aguantó las embestidas de la fatalidad hasta que pudo cruzar a la tierra prometida.

Era el principio de los noventa. La furia antiinmigrante no se había desatado aun. Era joven, alta y tenía bonita figura. Y no se le hizo complicado un levante de un ciudadano estadounidense, boricua, con el cual se casó y le parió dos muchachos. Con pruebas de que su matrimonio no había sido arreglado se hizo ciudadana estadounidense. Y se propuso seguir estudiando. Ya su padre no podía intervenir en su deseo de dejar atrás la ignorancia, la marginalidad. Hizo la secundaria. Luego se matriculó en la universidad. Pero también trabajaba, cuidaba a sus hijos y atendía al marido. Y así se graduó en la universidad. No paró. Hizo una maestría en administración, con mención en Administración de Centros de Salud.

Varios años después me la encontré y me extendió su tarjeta personal. Decía que era administradora de un importante hospital en Boston. También me habló de su participación en política, llegando a ser estrecha colaboradora de dos alcaldes de Boston. El caso de Leonarda es una historia de inmigrante con un final feliz. Leonarda es mi hermana.

 

Jean Bonet

Jean Bonet se levantó más temprano de lo habitual. Buscó el galón de agua, se lavó la cara y desprendió de ella las últimas hilachas de sueño. Miró por el hueco de la ventana sin ventana y todo le pareció de otro color, del color de la felicidad. Había soñado con este día: por fin su mujer y sus tres hijos vendrían a reunirse con él. Alegre, partió hacia la construcción en donde estaba trabajando ahora. Tenía previsto faenar solo hasta el mediodía; a la una de la tarde tenía que ir a la parada de autobús del sur para recoger a su familia.

Mientras camina rumbo a la construcción, sonríe al recordar el día en que todo comenzó. Aquella mañana estaba en cuclillas oteando hacia la calleja polvorienta por donde debía aparecer el hombre, y dio un alegre salto cuando terminó de comprobar que se trataba de él. Ese hombre traía en sus bolsillos el futuro de él y su familia. Jean Bonet lo recibió con el rostro deslumbrado por la esperanza y en apenas unos minutos terminaron de cerrar la operación; el vendedor recibió un puñado de gourdes, y el comprador tomó posesión de la casucha por la que había pagado.

En poco tiempo Jean Bonet y su mujer sacaron de la casucha el escaso mobiliario, tomaron en alquiler una carreta tirada por un caballo enclenque, y de inmediato partieron rumbo hacía la zona en donde residían los padres de la mujer. La idea era dejarla a ella y a los niños en casa de sus suegros hasta que él pudiera mandar dinero para que emprendieran el viaje hacia el otro lado, donde estaba la vida.

A las tres de la madrugada Jean Bonet recibió en su celular la primera llamada de su mujer, que en esos momentos estaba lista para partir rumbo a la frontera.

Al momento de partir del barrio Cité Soleil, la mujer echó una última ojeada al lugar en donde había crecido y jugado. Al barrio en donde había sufrido todas las precariedades posibles, en donde había sufrido las fatalidades que sufre la mayoría de los haitianos.

Pero esas precariedades, esa brutal marginalidad en la que vivían, quedarían atrás a partir de ese momento. Iban rumbo a Santo Domingo, la tierra de salvación para muchos de ellos. Allí la economía crecía a ritmo que sorprendía al FMI y al Banco Mundial y había una gran demanda de mano de obra barata, principalmente en la construcción, en donde su marido ya estaba ocupado, y en la agricultura. Ahora que partía junto a sus tres hijos, la mujer por fin entendió las razones que tuvo Jean Bonet para vender su casucha, lo único que tenían. Con aquel dinerito pudo pagarles a los militares que lo cruzaron con seguridad al otro lado de la frontera.

Jean Bonet llegó a la construcción a las ocho en punto. Ya a las ocho de la mañana la mujer y sus hijos habían sido entregados a los militares que se encargarían de pasarlos al otro lado de la frontera.

Jean Bonet trabajaba y la brisa fresca del optimismo le acariciaba su rostro empapado de sudor.

A las diez treinta Jean Bonet recibió otra llamada de su mujer; según le habían informado a ella, faltaba

menos de dos horas para llegar a Santo Domingo. Su corazón se aceleró, y, por si acaso, volvió a llamar a Nicola, un compatriota suyo que sería el encargado de darle alojamiento a su familia. Nicola cuidaba de un edificio que estaba a medio construir, y que había sido paralizado por una litis judicial. No había agua ni electricidad y tendrían que dormir casi a la intemperie, sobre unos jergones que había comprado. Usarían bolsas de plástico para defecar, orinarían en galones plásticos, pero allí estarían bien, como lo estaban millares de sus compatriotas, que se sentían inmensamente felices de este lado de la frontera.

Pero los hechos que acaecieron a las once de la mañana producirían conmoción en Jean Bonet. Mientras se afanaban en sus labores, al lugar se presentó una veintena de soldados, que rodearon la construcción, y de inmediato entró en escena un grupo de inspectores de migración. Y empezaron a requerir permisos de trabajo o residencia en el país. Muy pocos lo tenían. Jean Bonet no estaba entre ellos.

Jean Bonet sabía que si lo detenían su familia se iría al diablo. Saltó una verja, y corrió como si fuera Usain Bolt. Pero en una esquina fue emboscado por unos soldados que se habían quedado custodiando los alrededores y lo apresaron. Lo subieron a la Camiona, guagua en que repatrian a los haitianos, y la desesperación de Jean Bonet ya no cabía en su pecho.

A las 12:30 P.M. la familia de Jean Bonet aguardaba por él en un lugar llamado El Doce de Haina. A la mujer le extrañó no encontrarlo allí, en una cafetería llamada La Menor, lugar previamente acordado para el encuentro.

Instante después, la mujer caminaba con el morral familiar a la espalda, agarrando a sus tres hijos. De repente vio a dos hombres que supo que eran compatriotas. Se les acercó y fue recibida con cierta indiferencia.

Les explicó lo que acontecía; no obstante, ninguno se mostró conmovido, aquella situación se daba a diario, le explicaron, como excusándose ante su falta de compasión.

A esa misma hora, el autobús en que viajaban los detenidos transitaba a toda velocidad por la autopista Duarte. Jean Bonet iba al borde del infarto. Sudaba a raudales y su pecho se agitaba con furia. Pensaba en su familia recién llegada y el terrible futuro que les aguardaba. A pesar de que iban fuertemente custodiados, Jean Bonet intentó lanzarse del autobús.

Pero lo interceptaron en el instante en que se disponía a abrir la ventanilla. Entonces lo esposaron.

En su idioma, gritó:
-¡Por favor, busquen a mi mujer y a mis hijos! Un soldado se le acercó y le dijo que dejara de

vociferar.
Pero Jean Bonet no podía soportar la angustia y de nuevo volvió a gritar:
-¡Malditos, déjenme buscar a mi familia!

De nuevo el soldado lo mandó a callar. Pero tampoco entendía lo que Jean Bonet gritaba.

Entonces, en un rapto de locura, Jean Bonet, esposado, le fue encima al soldado, le dio un cabezazo y le abrió la frente.

El soldado le respondió dándole un golpe con la culata del fusil en la cabeza, y un chorro de sangre brotó de su frente y le bañó el rostro.

El soldado no se había dado cuenta de que sangraba, y cuando lo hizo fue y habló con el conductor del autobús.

El autobús se detuvo. Dos soldados le dijeron a Jean Bonet que bajara, había que detenerle la hemorragia. Jean Bonet obedeció.

Instantes después se oyeron voces y una ráfaga de disparos.

Ahora solo imaginemos a la mujer de Jean Bonet y sus tres hijos, varados en una esquina cualquiera de Santo Domingo. Reclamando la presencia de un muerto. No todas las historias de inmigrantes tienen finales felices.

 

La migración haitiana hacia República Dominicana

Ya he dicho que República Dominica es un país cuyos ciudadanos siempre han emigrado; y nuestra economía depende en un porcentaje importante del PIB de las remezas provenientes de Estados Unidos y Europa. Por lo tanto, en ningún escenario en que me mueva admito que se satanice a los haitianos que cruzan a nuestro país en busca de subsistir. Hablo de subsistencia, porque una inmensa mayoría de los inmigrantes haitianos
apenas consigue para lo más elemental. Algunos tienen un poco de suerte y logran vivir con pequeños niveles de dignidad e incluso enviar algo a los familiares dejados al otro la de la frontera.

El tema migratorio en nuestro país es muy complejo, pues nuestra independencia se concretó luchando contra la ocupación de los haitianos, quienes en 1822 invadieron el territorio que hoy se conoce como República Dominicana. Los prejuicios a ambos lados de la isla son históricos. Intelectuales resentidos se han encargado de sembrar cizaña en el subconsciente de ambas poblaciones. Y así llegamos hasta nuestros días.

Ahora estamos viviendo los tiempos más tenebrosos que hayamos conocido a nivel de manipulación colectiva. El jefe de los manipuladores lo tenemos en el presidente del país más poderoso del planeta. El Gran Manipulador ha venido exacerbando los ánimos xenófobos a nivel mundial. Y nuestro país no podía ser la excepción. En nuestras redes sociales existe un Dream Team auspiciado por los llamados nacionalistas que viven lanzando todo tipo de falacias, infamias y otras sutilezas en contra de la población haitiana que legal o sin legalidad trabaja y reside en el país. Pero del lado haitiano también existen grupos que se dedican a azuzar en contra de los dominicanos. Nos acusan de racistas, xenófobos, de malos tratos y discriminación contra sus ciudadanos.

Y ya lo dicen las estadísticas, más del 60% de la población dominicana emigraría si tuviera la oportunidad de hacerlo

En nuestro país se acusa a los haitianos de depredar nuestros bosques para hacer carbón vegetal. Y yo les digo: la culpa no es de los haitianos sino de las instituciones encargadas de proteger el medio ambiente, porque no cumplen con sus obligaciones. A mí me gustaría levantar una pequeña cabaña en el Central Park de New York, pero no lo intento porque me apresan y me llevan a los tribunales en el acto. También alegan que muchas haitianas vienen a parir a nuestros hospitales y que socavan el presupuesto de salud de los pobres dominicanos. Y yo les digo que demos gracias a la vida porque son las haitianas las que tienen la necesidad de cruzar la frontera para que sus hijos puedan nacer en un ambiente aceptable. Se dice que mafias se lucran con esta práctica. Otra vez debemos preguntarnos, ¿quiénes son los integrantes de esas mafias?

Ignorar los aportes de los haitianos al desarrollo de República Dominicana es un acto de mezquindad. Las torres de los ricos y la clase media han sido levantadas con el sudor de sus frentes; el arroz, los frijoles, el café que consumimos los cultivan y cosechan principalmente los haitianos. Los productores de huevo, plátanos, yuca, cemento y otros rubros se han desarrollado y mantenido gracias al mercado haitiano.

El desgraciado destino de los cañeros

Hubo tiempos en que República Dominicana sustentaba su economía en la agropecuaria; Punta Cana y Bávaro eran un sueño lejano. Desde la caída de la dictadura trujillista nuestro país trajo a millares de haitianos a cortar la caña. Muchos vinieron con sus mujeres e hijos.

El sueño de la mayoría de inmigrantes es retornar a su tierra a retirarse, pero en mejores condiciones de vida que la que habían dejado atrás. En el caso que nos ocupa, es un espectáculo deprimente y conmovedor observar a millares de exobreros de la caña en sillas de ruedas, apoyados en muletas, cojos, desdentados, enfermos, suplicando para que se les conceda una pensioncita de miseria. Los exprimieron durante décadas y muchos de ellos ni siquiera documentos de identidad tienen, lo que hace aún más complicado su drama. Esa gente vive en condiciones inhumanas, en guetos, acosados por la penuria.

Sin importar la manipulación a través de las redes sociales y medios de comunicación de masas, los haitianos seguirán entrando porque aquí están mejor que allá. Llegarán con o sin documentos porque a ambos lados de la frontera muchos se lucran del negocio de irse a otra parte en busca de lo que no se consigue en el lar nativo. Y así será hasta el final de los tiempos.

Luis R. Santos
Luis R. Santos
Novelista y cuentista. Premiado en diversos concursos literarios.

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