Antes de hablar de su financiamiento, es pertinente hacer una breve introducción conceptual sobre el terrorismo como tal.
El terrorismo es un mecanismo de violencia sistemática contra personas o infraestructuras con fines intimidatorios o coercitivos, generalmente por motivos políticos o sociales. Este fenómeno se ha exteriorizado de diferentes formas, lo que ha permitido diversas interpretaciones sobre sus características, razones y modos operativos. En sus manifestaciones más antiguas, se destacaban los asesinatos selectivos contra dirigentes políticos, militares y monarcas, obedeciendo a motivaciones de tipo anarquista, anticolonial e izquierdista. A partir de la década de los 80, tras la invasión soviética en Afganistán y la revolución iraní, el factor religioso adquiere un papel protagónico que justifica y organiza los principios de un nuevo orden mundial de Estados y regímenes teocráticos que han pretendido imponer las organizaciones terroristas en la actualidad.
Así como ha ido evolucionando el tamaño, el alcance y la estructura de las organizaciones terroristas, del mismo modo han evolucionado sus métodos de recaudación y manejo de fondos destinados al desarrollo de sus actividades. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y debido a la creciente amenaza que representan grupos terroristas como el Estado Islámico (EI), el financiamiento del terrorismo se ha convertido en uno de los principales puntos de agenda en materia de seguridad nacional de los Estados.
El financiamiento del terrorismo se define como todo medio directo o indirecto de acción económica, ayuda o mediación que facilite la financiación de costos operativos y logísticos para actividades, el desarrollo y mantenimiento de individuos y/u organizaciones terroristas. La ley 155-17, contra el lavado de activos y el financiamiento del terrorismo, en el acápite 3 de su artículo 5 también tipifica dentro de este delito a los denominados foreign fighters, es decir, aquellas personas que se desplazan a países distintos a los de su nacionalidad o residencia habitual para incursionar en actividades terroristas o para recibir o proporcionar adiestramiento con fines terroristas.
En un esfuerzo por contrarrestar el financiamiento, y con ello las actividades terroristas, prácticamente todos los Estados han criminalizado la provisión de fondos a entidades e individuos vinculados al terrorismo, aun si estos actos no se han realizado o si la finalidad de los fondos no guarda relación con la comisión de un acto terrorista en sí. No obstante lo anterior, el número de condenas obtenidas por financiamiento al terrorismo es relativamente bajo: entre 2010 al 2015 las tres jurisdicciones que obtuvieron el mayor número de condenas fueron Arabia Saudita (863), Estados Unidos (100) y Turquía (95) (Financial Action Task Force, 2015). Esto obedece a la complejidad que implica el rastreo de fondos a ser empleados con fines terroristas.
Si bien el rastro de dinero en los casos de financiamiento del terrorismo es lineal, no existe un perfil único aplicable respecto a las actividades financieras utilizadas para el financiamiento debido a que el origen de los fondos, a diferencia de lo que ocurre en el lavado de activos, puede ser tanto de fuentes legítimas (donaciones, lícito comercio) como ilegítimas (tráfico de drogas, contrabando, extorsión…).
El EI ofrece uno de los mejores ejemplos de cómo el comercio, y el uso de prácticas comerciales desleales como el dumping, pueden emplearse para financiar el terrorismo. A medida que el EI fue expandiendo su influencia en Siria e Irak, llegó a incluir entre sus territorios controlados once campos petroleros, lo que provocó que en junio de 2014 el barril de petróleo alcanzara los 115 dólares a través del dumping: mientras que el barril de petróleo se cotizaba a este precio, el EI lo vendía entre 10 a 60 dólares, dependiendo si este era refinado o no (Ali, 2014). El encarecimiento del crudo permitió que el EI percibiera un promedio diario de tres millones de dólares por venta de petróleo, convirtiéndose en la organización terrorista con mayores fuentes de riqueza que se haya podido documentar, si incluimos además las otras fuentes de financiamiento.
Otra dificultad que enfrentan los Estados al momento de investigar este delito, es el cambio en el modus operandi de las organizaciones terroristas. A pesar de que los costos materiales son muy variados y dependerán de la estrategia de ataque a ser empleada, los ataques terroristas perpetrados en la última década ponen de manifiesto una tendencia a la simplificación operativa, por lo que cada vez se requieren menos recursos para financiar actos terroristas gracias a la proliferación del uso de nuevas tecnologías y las redes sociales, las cuales permiten reclutar y enviar instructivos para la fabricación de armas y explosivos de una forma más globalizada, anónima y fácil por una fracción del costo requerido a través de métodos presenciales.
Basta con realizar un análisis comparativo de los costos logísticos de algunos de los atentados más mortíferos en la historia reciente, como evidencia de que los costos directos para la ejecución de un ataque terrorista son relativamente bajos, en comparación al daño causado. Para los ataques del 11 de septiembre de 2001 se estima que el estimado del monto invertido oscila entre US$400,000.00 y US$500,000.00, en los cuales se incluyen los costos correspondientes a pasajes aéreos, obtención de pasaportes y visados, alojamiento y entrenamiento en Estados Unidos de algunos de los atacantes para la obtención de licencias de piloto de aviones comerciales (National Commission on Terrorist Attacks Upon the United States, 2004).
Para perpetrar los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, el costo operativo estimado es de unos US$60,000.00, empleados, en su mayoría, para la adquisición de Goma-2 ECO o Riodín, el explosivo de uso industrial que fue empleado para detonar los trenes, alquiler de inmuebles y compra de teléfonos celulares, tarjetas SIM y boletos de tren (OneMagazine, 2015).
Mientras que para los atentados en París, de noviembre de 2015, se estima que los atacantes invirtieron unos US$7,500.00 en adquisición de rifles y municiones, cinturones bomba de fabricación casera, alquiler de vehículos y apartamentos (Reuters, 2015).
Además, los combatientes terroristas se valen del autofinanciamiento para recaudar los fondos requeridos para desplazarse a las zonas de conflicto y la ejecución de sus actividades en sus lugares de residencia, por lo que generalmente los montos movilizados son por debajo del umbral reportable. Igualmente, cada vez más evitan el uso de canales formales del sistema financiero para realizar sus transacciones, valiéndose de donaciones, transportadores de dinero en efectivo o sistemas financieros informales, como el hawala (Financial Action Task Force, 2013), el cual es un sistema alternativo de envío de remesas a través de proveedores intermediarios.
Por otro lado, y dada la variedad de actividades criminales utilizadas para obtener ingresos, las organizaciones terroristas han ido estrechando considerablemente sus relaciones con redes de crimen organizado para beneficios, no solo de índole económico sino también logístico.
Por ejemplo, los traficantes de armas permiten la movilización de arsenales y sirven como suplidores de municiones y las redes de tráfico de personas facilitan el traslado de terroristas a diversos territorios, sin ser detectados. De hecho, uno de los atacantes suicidas que participó en los atentados de París, identificado como “M. Al-Mahmod”, habría ingresado a Europa haciéndose
pasar por uno de los millones de refugiados del éxodo sirio, bajo el nombre de “Ahmad Al-Mohamad”, a través de la isla griega de Leros (La Vanguardia, 2015).
Es por ello que el financiamiento del terrorismo tiende a entremezclarse de manera indiscriminada con el lavado de activos, además de la similitud en el empleo de técnicas de encubrimiento. Sin embargo, ambos delitos difieren en varios aspectos, además del origen de los fondos:
A pesar de sus complejidades, existen señales de alertas que permiten tanto a los sujetos obligados como a las autoridades competentes poder identificar posibles casos de financiamiento del terrorismo, como lo es las relaciones sospechosas entre partes aparentemente no relacionadas. Generalmente, la administración de fondos para fines terroristas ocurre en jurisdicciones
de conflicto, consideradas paraísos fiscales o con regulación o efectividad mínima en materia de prevención de lavado de activos y financiamiento de terrorismo.
Lo que permite que el intercambio, aún de montos pequeños, de remesas, transferencias y/o donaciones de montos redondos, y con relativa frecuencia, desde y hacia jurisdicciones de alto riesgo sean motivo de alerta. Otro aspecto que debe mirarse con detenimiento son las donaciones particulares realizadas a asociaciones sin fines de lucro de dudosa reputación, dado que las organizaciones terroristas aprovechan las facilidades de los servicios ofrecidos por este grupo de organizaciones para recaudar y trasladar fondos, prestar apoyo logístico y reclutar a potenciales combatientes; añadiendo como caldo de cultivo que la proliferación del internet ha traído consigo sitios web para financiación colectiva, facilitando el financiamiento de terrorismo
bajo la fachada de actividades de caridad o humanitarias legítimas.
Por lo tanto, se concluye que existen diversos retos que deben enfrentar los Estados y sus organismos de seguridad en cuanto a la
identificación oportuna de las tipologías del financiamiento de terrorismo. Es esencial entender los tipos de organizaciones terroristas, sus necesidades y la estructura de administración y captación de fondos empleadas por éstas para la detección,
prevención y sanción efectiva del financiamiento del terrorismo, prestando suma atención al creciente interés en el uso de tecnologías para garantizar el anonimato.