Las fuentes del constitucionalismo dominicano se encuentran en la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787, que nos legó el sistema de gobierno presidencial. De igual modo, la Constitución de Cádiz de 1812 ejerció una influencia capital en los redactores de nuestra primera Constitución; así como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, a través de la cual nos llega el influjo de las ideas liberales de la Revolución Francesa.
La labor de los pensadores del siglo XVIII, denominada Ilustración Francesa, fue el motor de la Revolución Francesa, inspiradora de los derechos del ser humano y de las nuevas visiones del mundo y la sociedad.
Estos tres documentos, que responden a acontecimientos históricos, sirvieron de fundamento ideológico al constitucionalismo dominicano y latinoamericano en sus orígenes. Estos acontecimientos significaron el triunfo de la naciente clase burguesa sobre el feudalismo y la monarquía, que representaban el absolutismo.
Aun teniendo su nacimiento en el pensamiento más avanzado de la época, en nuestro constitucionalismo se expresa un divorcio total entre lo pactado y el funcionamiento institucional. Nuestros textos constitucionales han incorporado los principios liberal-democráticos, mientras en la realidad los han desconocido. Esa asimetría es una constante en nuestro devenir histórico.
Para Atilo Borón, América Latina ha sido ejemplo del desconocimiento de una tradición constitucionalista, “ha soportado gobiernos arbitrarios, la supremacía del poder ejecutivo, la censura de la prensa y la limitación minuciosa de cada una de las libertades individuales reconocidas, en el papel, por las constituciones”.
El constitucionalismo dominicano está marcado por una práctica desconocedora de los principios rectores de un constitucionalismo verdaderamente democrático y liberal, que como ideología que contribuye a la formalización de la constitución, se inspiró en ideales redentores, pero en la realidad basado en una práctica autoritaria y antidemocrática.
Guillermo O’Donnell lo define como “Estado esquizofrénico”, donde la sociedad experimenta una combinación en la que algunos derechos son protegidos debidamente a través de mecanismos legales, mientras otros permanecen totalmente desprotegidos.
Otro elemento definidor de nuestra carencia de fortaleza constitucional es la falta de respeto a la separación de los poderes, la ausencia de fronteras entre un poder y los otros poderes, la falta de límites y contrapesos; lo que James Madison llama “refrenar” el poder. Ningún poder, dijo, “debe poseer, directa o indirectamente, una influencia preponderante sobre los otros, en lo que se refiere a la administración de sus respectivos poderes.
No puede negarse que el poder tiende a extenderse y que se le debe refrenar eficazmente para que no pase de los límites que se le asignen”.
Madison, que contribuyó enormemente a la construcción de los Estados Unidos de América para que erigiera en principio solemne la supremacía del derecho constitucional sobre la legislación adjetiva, sostuvo: “La acumulación de todos los poderes, legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos, sean éstas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, autonombradas o electivas, puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de la tiranía”.
Carl J. Friedrich considera el constitucionalismo como el movimiento o proceso histórico-político, por consecuencia del cual los pueblos se esfuerzan por lograr y van logrando, paso a paso, la conquista de constituciones que limitan los poderes de los gobernantes y consagran contra su interferencia y medidas aquellos derechos cuyo libre ejercicio necesita la persona humana para vivir con seguridad, bienestar y dignidad.
Este proceso de conformación del constitucionalismo se construye a través de la reforma constitucional, que busca la adecuación de la Constitución a la realidad social y política. La racionalidad sociológica nos revela que es difícil una consonancia total entre el orden político y el texto constitucional. La sociedad tiene un ordenamiento normativo resultante del comportamiento social, en el que se pretende una coincidencia, por lo que el texto legal debe estar abierto a su reforma cada vez que se advierta un cambio en el comportamiento social. No siempre es así, porque en nuestro país, por
ejemplo, se conocen casos, de manera inveterada, en que la reforma Constitucional ha sido un medio de perturbación del sistema político.
La reforma constitucional en República Dominicana ha sido síntoma de la debilidad institucional y la pobreza democrática. Nuestra Constitución ha sido reformada en 40 ocasiones, las cuales no han procurado adecuarla a la realidad cambiante; más bien existe un desfase entre la realidad social y la realidad constitucional, manteniéndose una especie de Constitución “semántica”, como le llama Loewenstein a la Constitución que no responde a la realidad por su inmovilismo frente al cambio. Claro está, nos referimos al cambio real. No nos referimos al “cambio” circunstancial.
Apartándonos de una visión formalista de la evolución del constitucionalismo dominicano, podemos comprobar que los textos constitucionales adoptados responden a conflictos coyunturales, como “revoluciones”, rebeliones, golpes de Estado, fraudes electorales, reelección presidencial, etc. Se demuestra así lo accidentado que ha sido el camino transitado por el constitucionalismo nacional, como consecuencia de un legado autoritario, despótico y militarista, heredado del colonialismo.
Las constituciones dominicanas han tenido procedimientos agravados que regulan sus reformas; es decir, procedimientos más complejos que los han utilizado en los procedimientos de reforma de la legislación ordinaria. Normalmente son constituciones rígidas que, como dice Ignacio de Otto, la “rigidez constitucional persigue el doble objetivo de asegurar la estabilidad y posibilitar el cambio”. Estabilidad significa adaptar la Constitución a la realidad cambiante y contribuir a que sus exigencias constitucionales se hagan de acuerdo al derecho vigente; en cuanto al cambio, posibilitarlo
significa actuar con madurez y que a la hora de regular la reforma constitucional hay que conciliar estabilidad y cambio.
La reelección presidencial ha gravitado en la vida política de los dominicanos y seguirá gravitando por décadas, dado el atraso político y social que acusa nuestra democracia, consecuencia del autoritarismo y el continuismo en el poder.
El licenciado Francisco Augusto Lora, vicepresidente de la República en el primer gobierno de los “doce años” del doctor Joaquín Balaguer, definió la reelección presidencial calificándola como una “hidra de siete cabezas”.
¿Dónde encontramos las causas de está tendencia al reeleccionismo presidencial? Primero, en la estructura social, ya que desde el nacimiento de nuestro Estado-nación la base económica era semifeudal y precapitalista. Segundo, los más de 350 años de dominación colonial española e interventores haitianos nos dejaron como legado prácticas autoritarias. Y, tercero, como secuela de lo anterior al tratar de construir el sistema presidencial imitado de los Estados Unidos de América, construimos realmente un sistema presidencialista caracterizado por una confusión entre
el poder ejecutivo y poder personal, que ha instituido como práctica cinco vicios inducidos frecuentados por los presidentes dominicanos hasta el día de hoy: el injerecismo, la malversación, el continuismo, el centralismo y el nepotismo.
Una reforma constitucional ajena a un sano propósito contribuirá con la degradación del sistema democrático. Nuestra Constitución ha sido reformada esencialmente cuando llegan nuevos gobernantes. Todo nuevo régimen se apresura a aprobar una nueva reforma de la Constitución de la que pretende, lográndolo casi siempre, hacerse un traje a la medida.
Esas reformas no han sido para adecuar la ley sustantiva de la nación a la realidad cambiante; más bien, han alargado la distancia entre la realidad social y la “realidad constitucional”, como apunta Loewenstein, al referirse a la Constitución que no responde a la realidad. Una reforma y modernización del Estado implica una reforma constitucional que afronte la reelección presidencial, que se ha constituido en el principal obstáculo
para la construcción democrática, fuente de corrupción y desinstitucionalización. Prohibir la reelección de por vida, para quien ha ejercido la Presidencia de la República, contribuiría a eliminar el caudillismo y el autoritarismo, las manifestaciones más eficientes de reeleccionismo presidencial.